Por el control del tiempo
Sobre la lucha por la certeza, una redefinición de productividad y la aceptación de la finitud de la vida (más tres clichés).
"Todos los seres vivos, incluso nosotros en nuestro vivir cultural, vivimos en el continuo ahora de un suceder biológico." (Humberto Maturana y Ximena Dávila)
Nuestra conciencia del tiempo es una de las características más importantes que nos separan del resto de los seres vivos.
Todos los animales —excepto los seres humanos— viven en un presente continuo, sin distinción temporal de pasado, presente y futuro.
En Historia de nuestro vivir cotidiano, Humberto Maturana y Ximena Dávila explican que el pasado y el futuro son "reflexiones culturales, conversaciones que modulan el fluir de nuestro ahora, pero no nos sacan de él."
Sólo vivimos el presente (primer cliché de hoy).
Pero aun cuando el tiempo sea un constructo humano la vida cotidiana transcurre en la reflexión permanente de lo que constituyen (y significan) el pasado y el futuro en nuestras vidas, aun cuando el pasado sea incontrolable y el futuro incognoscible.
Pensemos lo que significa planificar el futuro, por ejemplo.
Quien planifica obsesivamente lo que viene está, esencialmente, exigiendo garantías al futuro, algo que no es posible conseguir precisamente porque el futuro está... bueno, en el futuro. Todavía no ocurre. No existe tal garantía.
Por mucho que se planifique nunca se consigue la garantía de la certeza que persigue quien planifica; lo único que consigue es alejar la frontera de la incerteza un poco más lejos. Y luego otro más.
Esta es una de las reflexiones a la que nos invita Oliver Burkeman en el libro Four Thousand Weeks: Time Management for Mortals.
Burkeman redefine algunos conceptos en virtud de esta nueva perspectiva del presentismo que constituye la vida cotidiana, alejada del control del pasado y del futuro.
"Preocuparse", por ejemplo, para Burkeman constituye simplemente la experiencia repetitiva de querer tener una sensación de seguridad acerca del futuro. Fallando, por cierto, pero tratando de nuevo, y otra vez, como si la sola tarea de preocuparse (y estresarse) pudiera ayudar de alguna manera a evitar que ocurran las cosas que no deseas que pasen.
"Preocuparse", pues, es la lucha interna por controlar el futuro, la exigencia interna por saber lo que pasará.
Pero como hemos dicho, lo que se vive (experimenta) es un presente perpetuo. El pasado y el futuro sólo aparecen en la reflexión. En consecuencia, la "lucha" por controlar el futuro es una disputa que obviamente nunca nadie ganará. (Lo mismo que pasa cuando se quiere cambiar el pasado —segundo cliché—.)
Pero con esto, no obstante, Burkeman no minimiza la importancia del esfuerzo que realizamos por influenciar el futuro, pues hacer planes —actuar hoy pensando en el mañana— efectivamente es una herramienta esencial para construir una vida significativa y deliberada, y una forma de practicar nuestra responsabilidad con los otros.
El problema con preocuparse por el futuro no es, pues, la utilidad de dicha planificación o reflexión, sino la ansiedad que genera el deseo de certeza, de saber que lo que planificamos y rumiamos finalmente sucederá.
Olvidamos, como explica Burkeman, que un plan no es más que un pensamiento, una "declaración de intenciones realizada en el momento presente, (...) una expresión de tus pensamientos actuales sobre cómo te gustaría ejercer tu modesta influencia en el futuro."
Pero el futuro, por supuesto, no tiene ninguna obligación de satisfacer tu deseo.
La solución a este dilema parece sencillo, pues pasa por reflexionar y darse cuenta que toda exigencia al futuro nunca puede ser conseguida. No importa cuánto planifiques una actividad (qué tan temprano llegues al aeropuerto "en caso de"), nunca sabrás cómo las cosas sucederán.
Esta "lucha por la certeza" es una batalla perdida de antemano. Si nunca la ganamos, no debiéramos participar en ella.
¿Pero no es la planificación del futuro también una forma de pensar la productividad?
La vida productiva moderna
Para Lawrence Yeo, la productividad no es más que el conjunto de sistemas o rituales que nos protegen de futuros arrepentimientos. Lo que hacemos es planificar cómo, qué y cuándo hacer las tareas que son importantes para nosotros (o para otros), de modo de conseguir cierta certeza o control de nuestro desempeño futuro.
Visto así, la productividad es una forma de querer controlar el futuro, sobre pensar y decidir hoy qué acciones tomar para lograr más y/o mejores resultados mañana.
Y quizás esto también explique en parte la ansiedad que produce la vida en modo productivo, que en muchos casos conduce al agotamiento (burnout).
Esto porque generalmente se asocia el burnout con el hecho de trabajar demasiado, pero como ya he compartido, en realidad este fenómeno ocurre toda vez que te defines a ti mismo por lo que produces (y tratas de validar permanentemente tu capital humano). Luego, como vivimos en la cultura de la competencia, el adulto millennial resuelve las expectativas contradictorias que se le imponen no eligiendo, sino tratando de satisfacer todas las exigencias posibles, cumpliendo todos los roles. Haciéndolas todas.
"Vivimos nuestro vivir regidos por un modo de vida cultural que nos pareciera obligar a mirar solo la localidad de nuestros haceres, orientados a cumplir demandas, expectativas y exigencias que el modo de vivir moderno en esta cultura pareciera poner sobre nosotros." (Humberto Maturana y Ximena Dávila en Historia de nuestro vivir cotidiano)
Y las expectativas laborales ya no son sólo físicas sino también intelectuales, lo que produce que esta exigencia por controlar el futuro —y ser más productivos— sea algo que se experimenta tanto en el trabajo y en la vida personal.
Pero no siempre fue así.
En The Psychology of Money, Morgan Housel comenta que casi todos los trabajos de mediados del siglo XIX, época del magnate estadounidense John D. Rockefeller, requerían hacer cosas con las manos. Así, en 1870 el 46% de los puestos de trabajo estaban en la agricultura y el 35% en la fabricación o manufactura. En estos tiempos, pocos empleos dependían de las capacidades intelectuales del trabajador. No pensabas; trabajabas. Y tu trabajo era visible y tangible.
Pero hoy ocurre todo lo contrario.
Según Housel, en países desarrollados el 38% de los puestos de trabajo modernos tienen nombres como coordinador, supervisor, jefe o gerente. O sea, empleos que implican la toma de decisiones. Existe otro 41% de trabajos en el sector de servicios, que muchas veces también involucran el uso de capacidades intelectuales.
Esto muestra que hoy en día muchos tenemos trabajos que se parecen más a lo que hacía Rockefeller hace 150 años, y menos al de un trabajador de fábrica.
La consecuencia de esto es que hoy pasamos mucho más tiempo trabajando... en nuestra cabeza.
Por eso tenemos la sensación de que el trabajo nunca termina, porque aquellas labores que demandan esfuerzos intelectuales son difíciles de compartimentalizar en la vida cotidiana.
El dilema se produce, lógicamente, en que en comparación con generaciones anteriores, ahora tenemos menos control sobre nuestro tiempo. Y como la capacidad de controlar nuestro tiempo es un factor clave en la percepción de felicidad, tal como compartí en una columna anterior, hoy nos sentimos menos felices (aun cuando, en promedio, tengamos una mejor situación económica versus el grueso de la población de siglos pasados).
En resumen, la vida moderna, que exige una mayor productividad, que demanda un mayor control del tiempo (del futuro), exige participar de la "lucha por la certeza" (de producir más y mejor) que ya sabemos es imposible ganar.
Una constatación evidente de lo anterior es el avance tecnológico que supuestamente nos debió significar más tiempo libre, pero que terminamos rellenando con trabajo, lo que nos convirtió en personas más ansiosas y con un "gusto por el ajetreo".
En Four Thousand Weeks, Burkeman ejemplifica esto con la lavadora automática y el horno microondas. Con una lógica razonable, estos aparatos tecnológicos deberían habernos ayudado a sentir el tiempo como algo (un poco más) abundante y amplio gracias a las horas liberadas. Pero no parece ser la experiencia de nadie. Por el contrario, parece que la vida se acelera cada día y todos somos más impacientes. Burkeman ilustra:
"De alguna manera, es mucho más irritante esperar dos minutos por el microondas que dos horas por el horno, o diez segundos por una página web que se carga lentamente en lugar de tres días para recibir la misma información por correo."
Por esta razón Burkeman llega a decir que, en realidad, la productividad es una trampa:
"Nadie en la historia de la humanidad ha logrado nunca el "equilibrio entre trabajo y vida personal", sea lo que sea, y ciertamente no lo conseguirás copiando las "seis cosas que la gente exitosa hace antes de las 7:00 am". Nunca llegará el día en que finalmente tengas todo bajo control, en que hayas gestionado la avalancha de correos electrónicos; en que tus listas de tareas hayan dejado de expandirse; en que cumplas con todas tus obligaciones en el trabajo y en tu vida familiar; en que nadie se enoje contigo por no cumplir con un plazo (...)"
La productividad es una trampa porque implica controlar lo que es incognoscible: el futuro.
La finitud de la vida
Lawrence Yeo sostiene que la productividad está estrechamente relacionada con el miedo a la muerte. Sin la conciencia de nuestra mortalidad (Memento Mori) quizás no existiría la necesidad de construir este muro —de la productividad— para "proteger nuestras horas." Si supiéramos que tenemos todo el tiempo del mundo, quizás pasar varias horas en redes sociales no tendría ningún efecto en nuestra percepción. Pero como precisamente sabemos que nuestra vida es finita (y corta), nos lamentamos cuando sentimos que "perdimos el tiempo."
Pero como he querido reflexionar hoy, el tiempo no es algo que se posea.
"El problema de intentar dominar tu tiempo es que el tiempo termina dominándote a ti." (Oliver Burkeman)
La conciencia del tiempo sólo reside en la reflexión, en el pensamiento, no en la realidad material.
Quizás por eso existen tantas tradiciones espirituales que aconsejan lo mismo: que la única porción de tiempo que realmente controlamos es el presente (¡el tercer cliché!).
Burkeman plantea en su libro que el remedio para esta ansiedad por el control del tiempo, por aumentar la productividad, pasa primero por darse cuenta de la finitud de la vida. Por asumir que nunca tendremos "todo el tiempo del mundo", y que es imposible satisfacer todas las exigencias y expectativas que nos imponemos y que nos imponen.
Para el filósofo alemán Martin Heidegger, el desafío central de la existencia humana pasaba por enfrentar la finitud de la vida. Dado que la finitud define nuestras vidas, la única forma de vivir auténticamente implica enfrentar esa realidad. (Esto lo explica Sarah Bakewell en En el café de los existencialistas, lo que nuevamente reflota esta corriente filosófica de mediados del siglo XX en mis columnas.)
Y es que en el transcurso del presente perpetuo, al tomar cientos de pequeñas decisiones a cada momento, nos inventamos permanentemente, nos creamos y determinamos en nuestras sucesivas elecciones.
Pero en Four Thousand Weeks, Burkeman nos recuerda que al tomar cada decisión, al mismo tiempo, cerramos la posibilidad de innumerables otras opciones, para siempre.
Y eso está bien.
Burkeman nos cuenta que la palabra original en latín para "decidir", decidere, significa "cortar", como cortar alternativas.
Y eso es la vida. Así como decidimos y escogemos cosas, al mismo tiempo nos despedimos de otras posibilidades.
Captar esto debiera producirte felicidad, según Burkeman. Si captas la esencia de la finitud, deberías sentir la "alegría de perderse algo" (Joy Of Missing Out, JOMO), como un contraste deliberado del conocido "miedo a perderse algo" (Fear Of Missing Out, FOMO), que tanto nos pone ansiosos —especialmente a los millennials y generaciones más jóvenes, y cuya manifestación evidente son las redes sociales—.
Porque sopesar y reflexionar sobre la finitud de la vida —y su brevedad, como escribió Séneca— significa aceptar que dado que no puedes hacerlo todo, debes decidir qué hacer y qué perderte.
Si no fuera así, nuestras elecciones no significarían nada.
Para terminar, en Historia de nuestro vivir cotidiano, Humberto Maturana y Ximena Dávila reflexionan sobre esta subjetividad existencialista:
"Tal vez nos angustia ser conscientes de que nos sabemos responsables de todo lo que vivimos, porque lo único que existe son los mundos que generamos en nuestro convivir (...) Tal vez nos cueste aceptar que eso nos hace más libres y autónomos porque sabemos que podemos equivocarnos en lo que hacemos y sabemos que podemos corregir nuestros errores desde nuestro sabernos responsables de los mundos que generamos.
(...) [Por eso] no da lo mismo lo que pensemos, no da lo mismo lo que imaginemos, no da lo mismo lo que deseemos o rechacemos, lo que aceptemos o neguemos, porque lo que digamos, lo que pensemos, lo que imaginemos modulará de alguna manera que le es propia el fluir de nuestro vivir-convivir guiando la concretitud de su continua transformación estructural en el presente continuo de la realización de su vivir."