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El ser humano siempre ha buscado conocer el significado del mundo, de la vida humana y de la historia. Algo que sustente sus ideales y sus valores. Desea la seguridad de que exista una realidad objetiva, que sea cognoscible, y que le provea una moral universal.
En simple, el ser humano busca la certeza de que la vida —personal y global— consista en un proceso inteligible y direccionado a un objetivo.
En filosofía, esto es lo que persiguieron griegos, romanos y pensadores medievales, y más “recientemente” los Racionalistas, como Leibniz (el del mejor de los mundos posibles) y Spinoza (con su ética panteísta). Pero esta convicción por lo universal y lo objetivo se profundizó con el Idealismo alemán inaugurado por W.F. Hegel en el siglo XIX, que inspiró otras aplicaciones de su sistema dialéctico, como las propuestas históricas de Auguste Comte y Karl Marx.
Por supuesto, líderes religiosos y espirituales no se quedaron atrás, y también han tratado de saciar la necesidad de revelar el significado de la vida y dar a conocer esa realidad objetiva e independiente al quehacer humano. Allí tenemos religiones como el cristianismo y el islam, y prácticas espirituales como la cabalá y la hermética, todas las cuales ofrecen una nutrida oferta de visiones respecto de lo que constituye La Verdad y lo que nos depara el futuro como seres humanos.
Así, Comte augura una ciencia positiva de la humanidad. Marx propone un comunismo avanzado. Los astrólogos, la llegada de la Era de Acuario.
Lo que todos comparten es la idea de propósito, de dirección.
Con la religión sabemos que ya no provee ese sentido de propósito que alguna vez ofreció. Y para qué hablar del sistema económico capitalista, cuya trampa del consumo nos ha engañado prometiendo significado donde no lo hay.
Así las cosas, pareciera que cada interpretación del mundo no se sostiene ante una crítica rigurosa.
Pareciera, en cambio, que para cada uno de nosotros el mundo se revela sin ningún propósito o significado determinado, o al menos no compartido por todos.
Como ya escribí, para el pesimista Arthur Schopenhauer todas las cosas son manifestaciones de la Voluntad, que es ciega, lo impregna todo, y persiste eternamente sin ningún propósito.
¿Algo así como el agua para los peces?
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Sin esa “sustancia” que lo abarque todo (Dios, el Gran Arquitecto, la Voluntad, “el agua”, etc.) parece que el estado por defecto del mundo es uno de ausencia: de certeza, de significado y de objetivo.
Pero si esto es así, entonces debiéramos darnos cuenta también de una verdad que es a la vez cruda pero liberadora: lo que hacemos con nuestras vidas no importa tanto como creemos. Porque cuando queremos usar provechosamente nuestro tiempo: vivir en modo productivo, construir la riqueza que no ves, cultivar una mente de principiante, ampliar nuestro capital humano… a la Voluntad al Universo no le podría importar menos.
En el gran esquema del Universo, nuestras vidas individuales son insignificantes.
En Four Thousand Weeks, Oliver Burkeman comparte la siguiente reflexión del filósofo inglés Bryan Magee:
La civilización humana tiene cerca de seis mil años de antigüedad, y solemos caer en la costumbre de pensar esto como si se tratara de algo inmenso y extenso: un largo período en que imperios surgieron y cayeron, con períodos históricos que llamamos “Antigüedad clásica” o “Edad Media” que se sucedieron muy lentamente en el tiempo.
Pero ahora piensa esto desde una perspectiva diferente. En cada generación, incluso cuando la expectativa de vida era mucho menor a la de hoy, de seguro debieron existir algunas pocas personas que vivieron cien años. Y cuando cada una de esas personas nacía, debió haber otras que alcanzaron a vivir cien años por ese mismo tiempo. Así, es posible visualizar esto [la civilización humana] como una cadena de vidas centenarias, extendiéndose por toda la historia. (…)
Ahora, con esa unidad de medida, la edad dorada de los faraones egipcios —una era que hoy nos parece increíblemente remota— tuvo lugar hace apenas 35 vidas atrás. Jesus debió nacer hace 25 vidas atrás, y el Renacimiento ocurrió hace 7 vidas.
El número de vidas centenarias que se necesitan para abarcar toda la historia de la civilización es 60. ¡Sesenta! ¡La nada misma!
Bajo esta perspectiva, la historia humana no se ha desarrollado en tiempos geológicos como a veces imaginamos, sino todo lo contrario, casi en un pestañeo.
Nuestra existencia no es más que un puntito en la inmensidad del Universo. Nuestro planeta, un pálido punto azul.
Una nostalgia irracional
El pensador francés Albert Camus llama “absurdo” a esta sensación de angustia existencial, que ocurre cuando nuestra necesidad de significado choca —y se rompe— ante la indiferencia del Universo:
“El absurdo surge de la confrontación entre la búsqueda del ser humano y el silencio irracional del mundo.” (Albert Camus)
Camus también la llamaba “nostalgia irracional”, y sostenía que aparece cuando nos damos cuenta, por ejemplo, de la indiferencia de la naturaleza ante los valores e ideales del ser humano (recomiendo la cuenta de Instagram Nature is Metal), o cuando somos realmente conscientes de la brevedad de la vida, o cuando percibimos cualquier sinsentido en la cotidianidad (otra cuenta de Instagram: Yes But).
Por eso Camus dirá en El mito de Sísifo que "juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía."
Y si bien su libro incorpora una reflexión sobre el suicidio, conviene aclarar que no es para nada la acción recomendada por Camus. Por el contrario, en su opinión el suicidio es rendirse ante el absurdo.
"Se ha fingido creer que negar un sentido a la vida lleva forzosamente a declarar que no vale la pena vivirla. En verdad, no hay equivalencia forzosa alguna entre ambos juicios." (Albert Camus)
Para el francés, la dignidad humana se revela cuando se vive en la conciencia del absurdo, en el compromiso con nuestros propios ideales:
"Anteriormente se trataba de saber si la vida debía tener un sentido para vivirla. Ahora parece, por el contrario, que se la vivirá tanto mejor si no tiene sentido. Vivir una experiencia, un destino, es aceptarlo plenamente." (Albert Camus)
O sea, la vida no tiene sentido, pero Camus afirma que el hombre no puede vivir sin valores. Si uno elige vivir, por ese mismo acto afirma (al menos) un valor: el que la vida vale la pena ser vivida, o que puede hacerse digna de ser vivida.
La búsqueda de un propósito en el mundo, por tanto, es irrelevante, pues todo significado será siempre personal, como Sísifo que empuja y empuja su roca por la montaña una y otra vez.
Terapia de la insignificancia cósmica
Toda esta reflexión puede parecer desalentadora y pesimista.
La simple contemplación de la indiferencia del universo puede producirnos angustia y desazón.
Pero tal como propone Burkeman en Four Thousand Weeks —y de una u otra forma Camus en El mito de Sísifo—, podemos elegir ver la situación desde otro ángulo.
Burkeman piensa algo como una “terapia de la insignificancia cósmica”: cuando todo nos parece demasiado y nos agobia, ¿qué mejor consuelo que recordarnos que ese “todo” es, si estás dispuesto a alejarte un poco, algo indistinguible de la nada? Si somos conscientes de nuestro lugar (e importancia) en el Universo, los problemas cotidianos —conflictos de pareja, preocupaciones económicas, ansiedades varias— se reducen instantáneamente a la irrelevancia.
Los Estoicos tenían una práctica para esto, que llamaban la vista de Platón:
“Quien escribe sobre el hombre debe examinar también lo que acaece sobre la tierra, como si estuviera sobre una atalaya: rebaños, ejércitos, faenas del campo, bodas, separaciones, nacimientos, fallecimientos, el barullo de los tribunales, regiones desiertas, variopintas estirpes de pueblos bárbaros, fiestas de lamentos, mercados, el totum revolutum y la armoniosa conjunción de contrarios.” (Marco Aurelio en Meditaciones)
Dicho en simple, la perspectiva lo cambia todo.
Para desarrollar cierta resiliencia —y vivir en conciencia del absurdo, por ejemplo— conviene analizar las cosas que nos estresan como si las estuviéramos viendo desde la seguridad (y perspectiva) de un lugar alto, pues todas las cosas parecen diferentes cuando se ven desde lo alto. (Todos quienes han viajado en avión hemos experimentado eso, como cuando vemos una ciudad a la distancia, con sus autitos —que parecen de juguete— y personas del "tamaño" de hormigas).
Por otro lado, la “terapia de la insignificancia cósmica” también ayuda a sopesar el efecto del “sesgo egocéntrico” en el que vivimos, pues la mayoría de nosotros nos consideramos bastante centrales en el desarrollo del universo, ¿no?
Irremplazables, indispensables, imprescindibles.
Es comprensible la tendencia que tenemos los seres humanos para juzgar todo desde la perspectiva que ocupamos (precisamente por eso no existe una realidad objetiva), pero no debemos ser ciegos ante la indiferencia del mundo. Después de todo —algo que hoy se diría muy millennial (pero que ocurre mucho más en generaciones más jóvenes gracias a las redes sociales)— muchos se (auto)convencen de que lo que les pasa, lo que sienten, lo que piensan, es único. Y esto porque analizan todo sólo desde el prisma de su propia reflexión y experiencia, algo así como el efecto Dunning-Kruger pero en todos los dominios de la vida. (De ahí la importancia de la lectura: para aprender que lo que vives (tus ansiedades, preocupaciones, etc.) probablemente ya lo ha experimentado otro. Y eso ayuda.)
Hay que bajarse del trono.
Burkeman piensa que esta sobrevaloración de la propia existencia es la que también da lugar a muchas expectativas poco realistas de lo que significa usar bien nuestro tiempo. Porque quizás algunos de los estándares de productividad y éxito que nos imponemos son resultado de nuestro convencimiento de que somos indispensables para el correcto desarrollo del mundo. De que si no las hacemos todas y no logramos cosas extraordinarias, no hemos “vivido bien”.
Nuevamente, la respuesta está en la terapia del absurdo, de la insignificancia cósmica.
Lo que debes perseguir es el significado de TU vida, no de LA vida, porque no lo hay.
Esto me recuerda la historia que comparte Vicki Robin en Your Money or Your Life en la cual tres obreros trabajan en una cantera de extracción de mármol, cada uno cortando un gran bloque de roca:
Un transeúnte se acerca a uno de los obreros y le pregunta: “Disculpe, ¿qué está haciendo?”. El trabajador responde con bastante brusquedad: “¿No lo ves? Estoy rompiendo este gran trozo de piedra”. Acercándose al segundo obrero, nuestro curioso transeúnte le hace la misma pregunta. Este cantero mira hacia arriba con una mezcla de orgullo y resignación y dice: “Bueno, así me gano la vida para cuidar de mi esposa e hijos”. Pasando al tercer trabajador, nuestro interrogador pregunta: "¿Y tú, qué estás haciendo?" El tercer cantero mira hacia arriba, con el rostro resplandeciente, y dice con reverencia: “¡Esto servirá para construir una catedral!”
El significado de esta labor depende de la persona, no de las características del trabajo.
El trabajo puede ser inútil, y revelar el aspecto absurdo de la vida, pero su significado personal no.