La (otra) paradoja de Salomón
Sobre relativismo y el espacio para dudar de nuestras creencias.

Según nos cuenta Humberto Giannini en las primeras páginas de su Breve historia de la filosofía, la figura del sabio antiguo está representada por el rey Salomón de Israel. Como hijo del rey David, "Salomón fue educado en todas las ciencias de su tiempo, adiestrado en todas las artes y en todos los refinamientos de la Corte."
Como lo pinta el Antiguo Testamento, Salomón era conocido mundialmente por su sabiduría, poder y justicia. Su reinado de cuarenta años fue el más rico, pacífico y tranquilo de todos.
Un día, dos mujeres aparecieron en su Corte con un grave problema: ambas reclamaban la maternidad de un mismo niño. Salomón sacó su espada y dijo: "Entonces cortaré a este niño en dos, así las dos tendrán su parte." Casi al instante una de las mujeres se arrodilló ante el rey, suplicando que no le hiciera nada al niño y se lo diera a la otra mujer. Salomón supo así quien era la verdadera madre.
Tal era la sabiduría del rey Salomón.
De hecho su nombre se ha convertido en sinónimo de buen juicio.
Cuando hablamos de juicios o decisiones salomónicas, precisamente invocamos la sabiduría de este rey de Israel.
Sin embargo, en su vida privada Salomón parecía no aplicar la misma sapiencia.
Crió a uno de los tiranos más crueles que se cita en toda la Biblia, Roboam, quien de hecho dividió el reino en dos (Samaria y Judá). Tuvo muchas esposas y amantes1 con las cuales engendró innumerables hijos ilegítimos. En la segunda mitad de su vida se rodeó de lujos y riquezas. Era derrochador y extravagante.
Es decir, a pesar de toda su sabiduría y agudeza cuando se trataba de los asuntos de los demás, el rey Salomón era miope cuando se trataba de sus propios asuntos.
El relato de su vida es lo que se conoce como la paradoja de Salomón: la tendencia a mostrar un razonamiento más sabio cuando se atienden los problemas ajenos que los propios.
Pero en realidad, la paradoja revela un sesgo cognitivo (egocéntrico): el de creer que somos mejores para lidiar con la vida y los problemas de los demás.
Después de todo, ¿no es lo que hacemos cuando leemos una novela o vemos tele? A la distancia siempre parece fácil saber y juzgar lo que le ocurre a los personajes.
Con las amistades ocurre lo mismo. "Deberías mandar a tu jefe a la mierda y renunciar", aconsejamos con seguridad. "No es la mina para ti; déjala."
Nos creemos expertos a la hora de dar consejos al resto.
Pensamos que sabemos lo que es bueno para las personas.
Pero como el buen Salomón, muchas veces predicamos de la boca pa' afuera.
Le decimos a nuestros amigos que hagan cosas que nosotros nunca haríamos. O criticamos a los personajes de una teleserie por hacer cosas que nosotros hicimos... esta mañana.
Nos cuesta entender que lo que es bueno para mí puede no serlo para ti.
Olvidamos que "El hombre es la medida de todas las cosas", como decía Protágoras, allá en la Antigua Grecia.
Y este es el corazón del relativismo:
Que lo mejor y lo peor no tienen más fundamento que el de la propia subjetividad, que no llega más allá de un individuo o una cultura particulares.
Que lo que sabemos —y lo que podemos saber— es (siempre) relativo: depende de nuestros gustos, deseos, y de nuestras experiencias y culturas.
Que hay innumerables puntos de vista, en lugar de haber uno solo y universal.
O como escribe Platón citando nuevamente a Protágoras:
"Las cosas son para mí tal como me parece que son y son para ti tal y como a ti te parece que son."
Porque, después de todo... ¿es posible saber algo?
El trilema de Münchlausen, por ejemplo, se refiere a la imposibilidad de probar cualquier verdad, porque cada vez que alguien solicita más pruebas sobre un argumento, solo hay tres opciones a las que se puede recurrir:
El argumento circular, en el que la prueba de alguna proposición está respaldada solo por esa proposición (y que es, por ejemplo, lo que se le critica a Marx y Girard);
El argumento regresivo, donde cada argumento requiere prueba adicional (como ocurre usualmente en ciencia); y
El argumento dogmático, que se basa en principios aceptados que simplemente se afirman en lugar de defenderse (como la religión).
Y es que quizás no podamos saber nada con certeza, pero sí es cierto (pun-intended) que conforme conocemos nueva información podemos cambiar de opinión y ajustar nuestros sistemas de creencias. (¿Bayes?)
Porque cuando somos niños el mundo está pintado en blanco y negro. Hay héroes y villanos. Las cosas son buenas o malas. No hay puntos medios.
Pero cuando crecemos aparecen los matices y las grietas que perforan este rígido edificio.
Una regla que encuentra su excepción.
Un principio que ya no aplica más.
Una teoría que ya no es válida para nuestros tiempos.
Lo blanco y negro se convierte en una escala de grises. Y para mí, crecer y madurar tiene que ver con eso.
Con aprender que nuestras creencias y conocimientos no son certezas absolutas. Con sentirse más cómodo con la incertidumbre y dar (más) espacios de maniobra, a nosotros y al resto. Con dejar de iniciar nuestras frases con "siempre" y reemplazarlas con un "probablemente" o un "quizás". Con decir "no sé" sin vergüenza.
Porque, citando a Søren Kierkegaard:
"La vida no es un problema a resolver, sino una realidad a experimentar." (Kierkegaard)
En el mismo paper en que se introdujo la paradoja de Salomón, los investigadores también describen otro de sus resultados, quizás menos destacado, que cuando tomamos cierta distancia de nuestros problemas, de alguna manera logramos tomar mejores decisiones. (Los Estoicos tenían una práctica para esto: la vista de Platón.)
O sea, la paradoja de Salomón nos enseña dos cosas importantes:
La primera, que a veces nos creemos mejores a la hora de atender y resolver problemas ajenos pero somos miopes frente a nuestros propios asuntos —y para lo cual convendría adoptar una posición relativista frente a la vida—.
La segunda, que si queremos darnos un buen consejo, debemos dar un paso atrás.
Darnos espacio y mirar a la distancia.
Y dudar de lo que creemos que sabemos.
Para "precisar", según 1Reyes 11:3 Salomón tuvo "setecientas mujeres reinas y trescientas concubinas."
Parecería que las decisiones que implican situaciones externas son más cerebrales y en los problemas internos o personales interviene más el corazón, es decir son más viscerales y no tan sinceras para no lastimar. Creo que también hay una especie de sesgo emocional, por eso Se da la paradoja de Salomón. Les pasa a los médicos, siempre saben que tienen sus pacientes, menos sus familiares.