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Por estos días leo los poemas épicos la Ilíada y La Araucana en las adictivas ediciones de Penguin Clásicos. De seguro ya leí estos títulos en fragmentos o versiones más cortas en el colegio —de esas ediciones verdes de Zig-Zag o las de Colicheuque en hoja de roneo, que nunca difícilmente superaban las 100 páginas— pero hoy me estoy dando el tiempo de leer los pequeños ladrillos de 600 páginas con atención e intención.
Por una parte, me sorprende la creatividad de los autores para mantener el hilo de un relato entretenido y consistente en un formato tan preciso: la Ilíada está escrita en hexámetros dactílicos (versos de doce a diecisiete sílabas) y La Araucana en octavas reales (ocho versos de 11 sílabas ¡y más encima con rimas!).
Por otro lado, es imposible leer la Ilíada sin embriagarse con toda la mitología griega.
Por sus páginas pasan Zeus, Tetis, Ares, Apolo, Atenea, y un largo etcétera, moviendo los hilos de la disputa entre aqueos y troyanos. El encanto de la mitología me ha llevado a decidir mis próximas lecturas (Odisea, Eneida y Teogonía) y a hojear —digitalmente— una versión de las Metamorfosis del poeta romano Ovidio, que narra la historia del mundo desde su creación hasta Julio César, todo en clave épica y divina. ¿Qué me motiva? La simple curiosidad de querer saber más sobre Gigantes, Titanes y Dioses.
¡Es que dan ganas de convertirse al Helenismo!
O quizás no.
Y es que los dioses griegos ejemplificaban a través de castigos muy duros. La idea era que si seres divinos eran capaces de sufrir horribles escarmientos, ¡qué nos quedaba a los pobres mortales si osábamos desobedecer!
Entre los correctivos más conocidos proporcionados por Zeus, por ejemplo, tenemos:
Al pobre Prometeo, castigado por haber robado el fuego divino —que debía permanecer en el Olimpo— para dárselo a sus amigos humanos. Prometeo fue entonces encadenado y dejado a la intemperie, para que un águila devorara su hígado. Y como es inmortal, su cuerpo se regeneraba todas las noches, para ser visitado (¿consumido?) por el águila al día siguiente...
No contento con eso, Zeus se vengó también del hermano de Prometeo, Epitemeo, a quien le presentó una bella mujer llamada Pandora (de hecho, la primera mujer), a quien en el día de su boda le regaló una caja que estaba estrictamente prohibido abrir. Como bien sabemos, Pandora no se resiste y abre la caja, liberando todos los males y desgracias que aquejan a la humanidad... (Pero la esperanza queda en la caja, de ahí el dicho «la esperanza es lo último que se pierde».)
Y aunque parezca broma, Zeus también castiga a otro de los hermanos de Prometeo, Atlas, por no haber conseguido la victoria en la guerra entre Titanes y Olímpicos. Su sanción: sostener el peso del mundo.
Y
como autopromociónpara retomar reflexiones pasadas sobre el existencialismo, finalizo esta breve lista con Sísifo —¡que por suerte no es hermano de Prometeo!—, pero que, igualmente, por haber revelado que Zeus era el culpable del rapto de la hija del dios fluvial Asopo, es sentenciado a cumplir la absurda tarea de empujar una roca cuesta arriba por una montaña, para que antes de llegar a la cima, ésta caiga y sea necesario comenzar de nuevo.
En las Metamorfosis de Ovidio también aparece la historia de Pigmalión, un rey de Chipre que buscaba la mujer perfecta para casarse, y que frustrado ante su búsqueda (y misógino como efecto secundario), decidió dedicar su tiempo a crear esculturas preciosas.
Entonces Pigmalión esculpió una estatua de su ideal de mujer, siendo tan bella su creación que termina enamorándose de ella. La nombra Galatea, y desea que viva. Entonces Venus —la versión romana de la diosa Afrodita— cumple su deseo, y una noche, en vez de sentir el frío mármol al besarla, Pigmalión recibe a su Galatea de carne y hueso.
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Pigmalión y la mimesis
El mito de Pigmalión es la expresión del artista enamorado de su propia obra, quien se convence de que la obra —la que ha hecho él y no otro— es perfecta, y por lo tanto, la ama y consigue que cobre vida.
En otras palabras, Pigmalión consiguió lo que se propuso previamente (casarse con la mujer perfecta) a causa de la creencia de que podía conseguirlo (pensar y esculpir a la mujer ideal).
Misoginia y patriarcado aparte, este mito grecolatino es el que da origen al denominado "efecto Pigmalión", que se refiere a la (posible) influencia que ejerce la creencia de una persona en el desempeño de otra. Es decir, que cómo pensamos, actuamos y percibimos nuestras capacidades puede verse influenciado por las expectativas de nosotros mismos o de quienes nos rodean.
Una profecía autocumplida, por ejemplo, es una expresión del efecto Pigmalión. En este caso, la expectativa de cumplir una profecía incita a la persona a actuar en formas que hace que la expectativa se cumpla. (En algunas películas de Jesús, por ejemplo, los sacerdotes acusaban al nazareno de haberse aprendido los escritos de Isaías, el profeta que había anunciado el nacimiento, vida y muerte del Mesías.)
Y si bien, como comentaré más adelante, el efecto Pigmalión ha sido mejor estudiado en el mundo educacional y empresarial, yo creo que opera a todo nivel, sobre todos y todas, en lo cotidiano y doméstico.
Pensemos en toda tradición cultural que asigna normas de comportamiento a las que se espera se adapten sus miembros, lo que constituye esencialmente la definición de sistema social de Humberto Maturana. Lo que muchas veces ignoramos es que estas normas de comportamiento, que imponen códigos de conducta a sus miembros, operan a través de acuerdos tácitos: si eres una persona adinerada, entonces debes vivir en una casa lujosa; si eres una persona introvertida, entonces te debe gustar la lectura; si te preocupa el medioambiente, entonces debes ser vegano.
Nada de esto tiene porqué ser así —de hecho no lo es—, pero el problema de las normas de comportamiento es que si no se distinguen, transparentan y discuten abiertamente como tales, se transforman en estereotipos que circulan por tu entorno social.
En las familias, por ejemplo, lo que empieza como una imitación de los hijos de lo que hacen sus padres se puede convertir en su propia forma de ser. (Pensemos en fanáticos religiosos, o en delincuentes y narcotraficantes —Jonah y Marty en Ozark—, pero también en cosas menos graves, como gustos musicales o hábitos financieros.)
Dicho de otro modo, las personas vamos adquiriendo un rol o forma de ser a partir de los demás, imitándolos, y terminamos creyendo que se trata de un camino propio (que no lo es).
Esta es la base de cualquier movimiento sociocultural, independiente de su relevancia y fundamento, como hoy puede ser el veganismo, el minimalismo, la música urbana, los antivacunas, los cultos "trascendentales", etc., en que su adopción no nace (en todos los casos) de la reflexión (fruto del vértigo de la posibilidad), sino de la moralidad impuesta por alguien o algún grupo al cual nosotros le otorgamos autoridad y que luego simplemente imitamos.
La vida en la esfera ética, como diría Kierkegaard. La ilusión de la realidad objetiva, diría Maturana.
Y es que el efecto Pigmalión nos revela una cosa que ignoramos: a veces somos lo que los demás esperan que seamos.
Y como sostiene el pensador francés René Girard: también deseamos lo que los demás ya han sido.
Al menos así lo plantea Girard en su libro Mentira romántica y verdad novelesca, donde analiza algunas obras maestras de la literatura universal, como Don Quijote de Cervantes, Madame Bovary de Flaubert, A la búsqueda del tiempo perdido de Proust y algunas obras de Dostoievsky. (No entran aquí los poemas épicos porque héroes y dioses son únicos.)
Girard afirma que lo que caracteriza al ser humano es la imitación: don Quijote quiere ser un gran caballero y para ello debe hacer todo lo que ha hecho Amadís de Gaula; Emma Bovary no desea por sí misma, sino que imita los deseos de las heroínas de las novelas que lee en su casa; y así también con los personajes de Proust y Dostoievsky.
En palabras de Girard, los protagonistas de esos libros no desean a partir de sí mismos, sino que imitan los deseos de otros.
“Los hombres se influencian unos a otros, y, cuando están juntos, tienen tendencia a desear las mismas cosas, no sobre todo en razón de su escasez, sino porque, contrariamente a lo que piensan muchos filósofos, la imitación comporta también los deseos. El hombre busca hacerse un ser que está esencialmente fundado sobre el deseo de su semejante.” (René Girard)
Esto es, muy resumidamente, lo que se conoce como la teoría mimética de Girard.
O sea, nuestro modo de vida se construye como una combinación entre lo que deseamos y lo que el resto espera de nosotros.
El efecto Pigmalión modulado por el deseo mimético de Girard.
Pigmalión en la escuela
El mito romano que inspira la reflexión de hoy nos muestra que Pigmalión tenía altas expectativas sobre la calidad y belleza de su obra, lo que terminó siendo cierto. De otro modo, la diosa Venus no hubiese cumplido su deseo de darle vida a la estatua.
Por eso, si algo tenemos en común con los dioses griegos (Homero me perdone), es que tal como escribo más arriba, a veces vivimos conforme a las expectativas que otros tienen sobre nosotros.
Y por eso también se plantea que las expectativas sí pueden influir en el desempeño, lo que constituye la variante psicológica del efecto Pigmalión, ampliamente estudiada en el ámbito escolar-académico.
En la práctica, el efecto implica lo siguiente: cuando los profesores le hacen barra a sus alumnos, tienen expectativas altas sobre ellos, les dicen que son capaces de superar grandes desafíos... los alumnos que reciben esa confianza terminan teniendo un mejor desempeño académico en relación a quienes no la reciben.
Y lo contrario también ocurre: si le dices a un niño que no es capaz, que no sabe, que nunca va a entender... bueno, probablemente no lo haga, pues ha sido convencido de que no tiene las capacidades.
En ambos casos se trata de profecías autocumplidas, pero con incentivos y resultados opuestos. (Disclaimer: evidentemente ninguna investigación psicológica es concluyente, y el efecto Pigmalión es una tendencia, nunca un determinismo.)
Lo importante es darse cuenta de la influencia que tiene el lenguaje que empleamos en la relación y trato con otros.
En definitiva, el efecto Pigmalión sugiere que, al parecer, ciertos aspectos de nuestro rendimiento o desempeño son más flexibles que otros y pueden ser (potencialmente) influenciados por otras personas.
"Las visiones que ofrecemos a nuestros hijos dan forma al futuro, por lo que importa cuáles son esas visiones. A menudo los hijos se convierten en profecías autocumplidas. Los sueños son mapas." (Carl Sagan)
Y así como en el ejemplo de Pigmalión, debemos también reconocer que las expectativas que aceptamos y validamos no provienen necesariamente de otras personas, sino también de nuestro propio relato interno. Nosotros también construimos expectativas sobre nuestro propio rendimiento. También nos tenemos más o menos fe en relacion a ciertas tareas que emprendemos. ¡No debiéramos ser tan chaqueteros con nosotros mismos!
Pigmalión estaba convencido que podía crear a la mujer más bella y perfecta, y terminó haciéndolo.
Si la misma fe que Pigmalión se tenía a sí mismo la tuviera para con nosotros, ¿de qué seríamos capaces?
El consejo: menos síndrome del impostor, más confianza en uno mismo, como diría Emerson.
Pero siempre recordando la advertencia de Girard: reflexiona sobre el origen de tu deseo, no sea que estés imitando a otro. Y si es un deseo mimético (probablemente lo sea), que sea por alguien que hayas escogido deliberadamente y no para perpetuar un estereotipo.