
De sabios y filósofos
Imaginemos por un momento cómo los antiguos entendían la sabiduría.
No era una conquista personal, ciertamente, fruto del estudio paciente y meticuloso de las cosas y los textos, sino más bien una especie de gracia divina.
El sabio era aquel que comprendía y ejecutaba la voluntad divina (Dios, las musas), y en ese sentido, su sabiduría estaba ligada a un acto de obediencia y sometimiento.
En el Antiguo Testamento el rey Salomón encarna esta figura del sabio, pues no lo es por su inteligencia, sino porque ejecuta la voluntad de Dios. “Jehová me poseía desde el principio” (Proverbios 8:22). En el islam, Mahoma recibe la palabra de Alá a través del arcángel Gabriel.
El sabio antiguo no es, pues, dueño de su saber. Es un mensajero.
Pero esta visión tiene algo inquietante: implica una renuncia a la autonomía. Después de todo, la revelación es iniciativa exclusiva de Dios, y la tarea del sabio es sólo estar atento —para no decir que se somete, calla y obedece—. No hay exploración sino aceptación.
Heráclito (535-480 a.C.) será uno de los primeros en cuestionar esta visión, al decir que:
“La sabiduría consiste en una cosa: conocer el Logos, por el que todas las cosas son dirigidas por todas las cosas.” (Fragmento 41)
Para él, la sabiduría no reside en escuchar la voz de los dioses (“Lo Uno acepta y rechaza ser llamado con el nombre de Zeus”, Fragmento 32), sino en comprender el logos, esa fuerza racional que subyace en el universo y que ordena todas las cosas. El logos que se manifiesta no a través de las palabras, sino en las mismas cosas del universo.
Y esta es la revolución de Heráclito: el sabio no necesita esperar una revelación, puede descubrir observando directamente el mundo. Pero en ese ejercicio de curiosidad no tan solo abandonará lo que habitualmente se busca para la seguridad o el goce de la vida (dinero, poder, estátus, etc.), sino que también abandonará algo más significativo: la seguridad que dan las creencias y las tradiciones.
Pero su convicción es clara: “Este mundo, el mismo para todos, no lo hizo ningún dios ni ningún hombre” (Fragmento 30).
Este acto marca el nacimiento de la filosofía. Por primera vez, el ser humano deja de ser un espectador pasivo de la voluntad divina y se convierte en un investigador de la realidad. Son las cosas las que pueden revelar su verdad desde sí mismas, sin requerir la iniciativa de un Dios.
El sabio espera recibir la verdad; el filósofo la busca, sin la protección de la religión o las tradiciones.
La pregunta por el principio
Tal vez la primera gran interrogante filosófica haya sido sobre el Cosmos, la unidad visible del logos (‘kosmos’ en griego significa bello, ordenado; de ahí cosmético). La primera pregunta fue tal vez simple: ¿Qué eres? Después de todo, para estos primeros filósofos explicar qué es una cosa implicaba descomponerla en sus partes constitutivas. ¿Qué pasaría si llevamos este ejercicio al extremo? Descomponer y descomponer hasta llegar a un principio fundamental que no dependa de nada más. Así encontraríamos un principio, arché o arjé, que sería el fundamento de todo lo que existe.
Tales de Mileto propuso que este principio era el agua. Anaxímenes, su discípulo, sugirió que era el aire. Anaximandro, por su parte, habló de lo Infinito y lo Indeterminado (ápeiron). Decía que la realidad del mundo que vemos y tocamos está fundada en algo invisible e intangible, en "algo" que no es nada determinado y que, sin embargo, se despliega y se convierte en todas las cosas.
Todos estos pensadores (y muchos otros) buscaron algo estable en el mundo, un principio sólido e inalterable que lo explicara todo.
Pero entonces viene Heráclito, "El Oscuro", nuevamente, para proponer lo contrario y decir que la condición más real del universo, el arjé, es el cambio y el movimiento. Que no hay nada fijo, nada eterno. Que todo fluye, todo se transforma. Que “somos y no somos” (Fragmento 49a). O tal vez la cita más conocida, que “es imposible bañarse dos veces en un mismo río” (Fragmento 91).
Pero la búsqueda de solidez no termina con Heráclito.
Todo es número
Se dice que Pitágoras, nacido un siglo antes que Sócrates, tenía un origen divino.
Se decía que era hijo de Apolo ya que su padre, tras un largo viaje, encontró a su esposa virgen embarazada. Cualquier sospecha de infidelidad se disipó cuando Pitágoras nació con una marca de nacimiento, de color dorado, en el muslo, símbolo de divinidad para los griegos antiguos, quienes asociaban el dorado con Apolo, dios del sol. Incluso Platón llegó a referirse a Pitágoras como el "maestro semidivino".
Pitágoras fundó una escuela bastante extraña que se asemejaba más a una secta o culto, "La Hermandad", donde no simplemente se aprendía como en la Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles, sino que también se respetaban ciertas reglas de comportamiento, se vivía en comunidad y se veneraba a su líder. Había quienes pertenecían al círculo interno, los Matemáticos (Matematioki), que renunciaban a la propiedad privada, evitaban comer carne (y legumbres, como explicaré más adelante) y dedicaban sus días a la contemplación filosófica. Otros formaban parte del círculo externo, los Akousmatik, que participaban de manera más laxa. Había hombres y mujeres.
Lo que hacía única a esta “escuela” no era solo su estructura sino su creencia central: "Todo es número". Para Pitágoras y sus seguidores el universo no era caótico ni arbitrario ni absurdo; estaba gobernado por principios matemáticos. Cada fenómeno natural, cada objeto, cada idea podía descomponerse en relaciones numéricas. Su discípulo Filolao escribió:
“Todas las cosas contienen un número, porque sin él nada sería conocido ni comprendido.”
Esta convicción los llevó a descubrir, por ejemplo, que la longitud de una cuerda en un instrumento musical determina su tono, o que en un triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos —el famoso teorema que lleva su nombre, que seguramente aprendió en sus viajes a Egipto—. Pero también buscaron relaciones numéricas en los planetas, las estrellas, los elementos (aire, tierra, etc.) y las virtudes.
La obsesión de Pitágoras por los números no era puramente intelectual, también tenía raíces espirituales. Explica Humberto Giannini:
“Pitágoras estaba embebido de una religión de procedencia oriental —el orfismo— que influyó notoriamente en su filosofía y en el estilo de vida que dispuso para sus discípulos. Esta secta hace una tajante separación entre el alma humana y el cuerpo. Y dice que el cuerpo (soma) es la tumba del alma y que sólo por un castigo esta puede estar alojada en áquel y volver a otros cuerpos inferiores después de cada muerte. Es la famosa doctrina de la transmigración de las almas o metempsicosis. Por eso el pitagorismo deriva hacia una práctica para liberar el alma de todos los condicionamientos e imposiciones del cuerpo a fin de evitar, en una nueva vida, caer en un cuerpo o condición aún inferior.”
Por eso prohibían comer carne. ¿Y si el bistec que estás comiendo contiene el alma (psyché) de un pariente? Incluso las legumbres estaban prohibidas, ya que según ellos contenían almas en gestación. Comerlas equivalía a consumir vida humana en potencia.
Como queda claro, para los pitagóricos no había separación entre una visión científica y una mística del mundo. Su comprensión de la realidad se resume en su mantra "Todo es número": creían que todo lo existente podía describirse matemáticamente y que, por lo tanto, las matemáticas determinaban todo.
Por eso se hallaron en una crisis existencial cuando Hipaso de Metaponto, miembro de La Hermandad, descubrió que al calcular la diagonal del cuadrado se obtenían infinitos decimales, sin patrón alguno. Si el universo estaba hecho de números perfectos y armoniosos, ¿cómo podía haber espacio para algo tan... irracional?
Lo peor no fue el descubrimiento, sino que Hipaso revelara el misterio a personas ajenas a la secta. La respuesta de la Hermandad fue brutal. Justin E.H. Smith en su libro "Irracionalidad" relata el castigo:
“GOLFO DE TARANTO, siglo V a.C. Mantuvieron su cabeza hundida en el mar hasta arrancarle el último aliento. Los cuatro habían sido elegidos por el líder en persona, entre los miembros menos instruidos de la secta: hombres fornidos que compensaban su incapacidad para comprender las matemáticas con una fervorosa vigilancia de la lealtad. Tenían instrucciones de esperar hasta que la pobre víctima se hubiera asomado por un costado del barco a levantar las redes, y no aflojar hasta ver que sus piernas y sus brazos hubieran dejado de sacudirse. Sin la menor sospecha de lo que iba a suceder, el hombre pasó directamente de sus ávidos pensamientos sobre los lucios y las lisas que aparecerían apenas él comenzara a izar las chorreantes cuerdas hacia la cubierta a la horripilante visión de la muerte.”
La tragedia de Hipaso representa más que una simple anécdota histórica: encarna la tensión fundamental entre nuestro anhelo de orden y la irreductible complejidad del universo.
Los antiguos sabios buscaban el orden en la revelación divina; Heráclito lo encontró en el logos; los pitagóricos creyeron descubrirlo en los números.
Cosmos, ¿qué eres?
Tal vez la sabiduría que anhelamos no consista en encontrar una respuesta única y definitiva, sino en mantener viva esa pregunta que iniciaron aquellos primeros filósofos.