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Los seres humanos tenemos un apetito insaciable por lo complicado.
La biología molecular, la astrofísica, la inteligencia artificial, son temas obvios. También nos gustan los libros raros (como los que estudia el profesor Von Franz), las pinturas abstractas y las películas vanguardistas sin trama ni personajes (me eximo). Todo, quizás, como resultado de la inmensa curiosidad que sentimos por los enigmas del universo y nuestra siempre inefable existencia dentro de él.
Pero nuestra veneración por la complejidad puede alcanzar un punto doloroso, que consume tiempo y tal vez sea muchas veces innecesario, en un área en particular: las relaciones.
Aquí es donde encontramos a personas que en otros ámbitos nos parecen bastante razonables, inteligentes y pragmáticas, exhibiendo una paciencia inmensa para lo que podríamos llamar "relaciones complicadas". Relaciones donde hay muchos malentendidos, por ejemplo, alrededor de los cuales las palabras ya pierden su significado, alrededor de los cuales se pasan horas desentrañando lo que realmente se quiso decir, donde gestos que antes pensaban inofensivos de repente se convierten en grandes agravios. O relaciones donde uno (o el otro) quiere comprometerse, y seguramente lo hará, algún día, pero no hoy, no todavía (por este o aquel factor) o no completamente, o no sin lugar a dudas, o al menos no sin ciertas condiciones. O relaciones donde alguien que en principio está ahí y (en teoría) nos ama, en la práctica está constantemente ocupado, concentrado en ocupaciones más exigentes, sin tiempo para nosotros.
That’s life.
Todo —también se encargan de recordarnos (y normalizar) las teleseries turcas y las películas gringas— es simplemente lo que es el amor. Después de todo, se nos dice, ninguna relación es fácil, ningún ser humano es simple. Todo implica trabajo y esfuerzo.
Y para atenuar (o huir de) ese entusiasmo por la complejidad de las relaciones (o la ausencia de ellas), algunos nos decantamos, tal vez en exceso, por el orden y el control de lo visible. Nos preocupamos demasiado porque la cocina esté impecable, los libros amontonados con el lomo hacia el mismo lado, o que las pantallas tengan la menor cantidad de huellas y manchas.
Se nos dice que estamos huyendo de algo, que gastamos energía en algo que debería ir a otro lugar, que deberíamos dejar de fingir, por nuestro bien y el de los demás.
Claro que sí, lo sabemos (y ya lo dije): huimos de la complejidad emocional.
Sabemos que si estuviéramos completamente "equilibrados" (lo que sea signifique eso) no nos debería importar en absoluto lo que sucede en el cajón de los calcetines. Los libros podrían estar alineados sin el menor cuidado por su apariencia. No pensaríamos tanto en la suciedad del espejo sobre el lavamanos, o la marca circular y húmeda del vaso sobre la mesa.
Pero quienes nos reconocemos rígidos y muy ordenados, creo, perseguimos en la limpieza y simpleza de lo externo una forma de atenuar la complejidad y desorden —o tal vez simple desconocimiento o desconcierto— de lo interno. El desorden que vemos nos recuerda, probablemente, que desde pequeños (o no tanto) nadie tenía tiempo para atender nuestro propio desorden interno, y entonces, en algún momento, descubrimos el consuelo de alinear los platos según su circunferencia, de mantener el escritorio del computador libre de archivos y carpetas sueltos, o cuidar las esquinas de cuadernos y libretas ante violentos dobleces.
El orden nos proporciona la sensación de control y seguridad que esperamos en otra dimensión. Para nosotros en el orden habita la simpleza; en el desorden, lo complicado.
Por eso creo —aunque seguramente esté equivocado, como siempre— que cuando dos personas suficientemente maduras y que tienen lo que se necesita para funcionar emocionalmente —dos empresas distintas, difíciles, pero factibles— el amor debiera ser, con la justa medida de sal, simple.
Evidentemente siempre habrá conversaciones difíciles que tendrán lugar de vez en cuando, momentos confusos o tensos, discrepancias, y el compromiso permanente de esforzarse en lo doméstico y lo comunicacional. All You Need Is (más que) Love. Pero, en esencia, habrá una simplicidad: la simplicidad de saber que el otro nos quiere y quiere hacerlo, y de nosotros saber que queremos al otro y queremos hacerlo también.
La diferencia entre ‘te quiero’ y ‘te quiero querer’ es monumental.
Para algunos el desorden es un indicativo (subjetivo, por supuesto) de algo que no debería estar dispuesto así o allí, no en ese lugar, no de esa forma. Y en las relaciones, tal vez demasiada complejidad también sea indicativo de algo: algo para lo que no deberíamos estar dispuestos.
Porque si nos encontramos en una relación en la que estamos despiertos toda la noche pensando en la última señal ambigua, o seguimos esperando el compromiso firme hacia lo que para nosotros importa, entonces podría ser señal, nada más ni nada menos, de que hemos sobrepasado la paciencia que deberíamos exhibir razonablemente hacia cualquier ser humano.
Todas las relaciones humanas son complejas, por supuesto. Pero no por eso deben ser también complicadas.
Que lo complejo sea materia de estudio, reflexiones y guíe nuestra curiosidad intelectual, incluso nuestra exploración emocional o espiritual, pero que nunca sea argumento para justificar o defender lo innecesariamente complicado. Y por otro lado, que la necesidad imperiosa de orden sea asumida no tan sólo como una simple distracción hogareña sino como el intento, fútil por cierto, de querer controlar lo que, por defecto, exuda complejidad.