En la mitología griega, Afrodita —y su contraparte romana, Venus— es la diosa del amor y la fertilidad, la encargada de encender las pasiones y el deseo en los corazones de las personas.
Afrodita es una diosa benevolente, dispuesta a conceder favores amorosos a sus seguidores. A Pigmalión, por ejemplo, complació dando vida a Galatea, su estatua favorita.
Sin embargo, la hija de Zeus también carga con una visión compleja y contradictoria del amor.
La diosa mantuvo varias relaciones amorosas a espaldas de su esposo Hefesto. Entre sus amantes destacan Ares, el dios de la guerra, y Adonis, un hermoso mortal del cual se enamoró profundamente, pero que murió trágicamente (un jabalí lo hirió mortalmente cuando intentaba cazarlo).
Con Ares Afrodita tuvo un hijo, Eros, dios del amor (Cupido en la versión romana). Pero por celos, venganza o simple rivalidad (vaya uno a saber), la diosa del amor hizo lo imposible por separar a Eros de su amada Psique, una inocente mortal cuya belleza (se decía) era comparable a la propia Afrodita.
Con Adonis pasó algo distinto.
Después de su trágica muerte (orquestada aparentemente por un celoso Ares), Afrodita suplicó a Zeus que lo resucitara. El dios del rayo, no obstante, decidió conceder sólo parcialmente su deseo: Adonis debía pasar seis meses vivo y seis meses muerto. Por eso, cada vez que Adonis vuelve a la Tierra Afrodita se llena de júbilo (y llega el verano), y llora amargamente después cuando su amado debe retornar al Hades (y tenemos invierno).
Además de sus tormentosas relaciones, la diosa del amor también mostraba una enorme vanidad y obsesión por su propia imagen.
En una oportunidad se cuenta que Zeus convocó un concurso entre Afrodita, Hera y Atenea para escoger a la diosa más hermosa, confiando la decisión al príncipe Paris, de Troya.
Afrodita, deseosa del triunfo, prometió al joven príncipe que si la escogía a ella, le daría el amor de la mujer más hermosa del mundo, Helena (entonces esposa de Menelao, rey de Esparta). Y sabemos cómo termina la historia: Paris rapta a Helena (con el favor de Afrodita), desatando la ira de Menelao, lo que da inicio a la legendaria Guerra de Troya.
Avancemos ¿un par? de milenios y nos encontramos con otro exponente de ese amor intenso y apasionado: John Lennon.
Sí, el mismo Lennon que escribió “All You Need Is Love” como un mensaje de amor, tolerancia y esperanza para el mundo. El mismo que vemos en el documental Get Back en esa estrecha y simbiótica relación con Yoko Ono.
Olvidamos, no obstante, que un par de años antes, ese mismo Lennon acostumbraba denostar a su entonces mánager, Brian Epstein, por ser homosexual y judío. Ese mismo Lennon golpeaba a su mujer —Cynthia Powell, su primera esposa—, quien incluso llegó a confesar que en una oportunidad John la pateó en el estómago mientras estaba embarazada. Sí, ese mismo Lennon que abandonó a su primer hijo Julian (quien por eso, de hecho, no quiso asistir a su funeral).
O sea, por una parte tenemos a Afrodita, la diosa del amor y la fertilidad, alentando la pasión y el deseo en otros, bendiciendo relaciones y protegiendo la concepción y el embarazo. La misma Afrodita con relaciones tortuosas, despertando celos y venganza, y demandando atención exclusiva.
Y por otro lado tenemos a John Lennon, el autor de muchas canciones románticas, de ese amor meloso, inocente y apasionado. El mismo Lennon narcisista y mal padre.
Lo que quiero transmitir con ambos ejemplos es que, como en todo orden de cosas, los símbolos e íconos que asociamos con ciertos ideales siempre tienen, simultáneamente, otro lado de imperfección y complejidad.
En este caso, el "amor ideal" representado en Afrodita (mal que mal, la diosa del amor) o Lennon choca con los propios comportamientos egoístas y oscuros de los personajes, lo que necesariamente debiera obligarnos a matizar los símbolos de lo que consideramos "ideal" (nuevamente, en todo orden de cosas).
En el caso del amor romántico, sucede que las imágenes arquetípicas se inclinan fuertemente hacia un tipo de amor dramático e intenso: alguien de rodillas exigiendo fidelidad eterna (¿recuerdan el viral "Dímelo bonito"?), o una pareja abrazándose apasionadamente mientras el resto se opone a su relación (Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, etc.).
En la cultura popular, las películas, las teleseries, las óperas, las canciones románticas, etc., todas celebran al amor como la solución a los conflictos y la manera de superar los obstáculos en una relación.
Es evidente, pues, que en nuestra cultura se idealiza un tipo particular de amor, uno que se percibe como una suerte de "remedio" ante los problemas de la vida.
El amor todo lo puede/vence/arregla, ¿no?
El problema radica en que, al idealizar el amor, lo sobrevaloramos, y como resultado, no lo consideramos en su auténtica escala o dimensión.
¿Y cuál sería esa dimensión?
Quizás la que nos propone el biólogo chileno Humberto Maturana, para quien el amor es la emoción central en la historia evolutiva que nos da origen.
En Desde la psicología a la biología, Maturana escribe:
“El amor, en cualquier de sus formas, involucra las fuentes mismas de la socialización humana y, por lo tanto, al fundamento de lo humano.”
Maturana invoca un amor más sencillo al que estamos acostumbrados a imaginar: "la emoción que constituye el espacio de acciones de aceptación del otro en la convivencia."
Dicho en simple, el amor como el placer de la compañía y la base de la convivencia humana.
Siguiendo a Maturana, pues, todas las relaciones sociales son relaciones de convivencia bajo la emoción amor. La relación que tienes con tus padres, con tus hijos, con tus amigos y con tu pareja. Todas se enmarcan bajo el mismo principio fundacional: el deseo de convivir.
Si quieres convivir con alguien, entonces estarás dispuesto a aceptar y hacer ciertas cosas.
Pero todos sabemos, por experiencia propia, que las relaciones humanas implican la vivencia de una tensión fundamental entre el deseo de ser honestos y el miedo a ser abandonados.
Porque en el caso de las relaciones románticas, por ejemplo, como reflexionan en The School of Life, todos aspiramos a tener relaciones que nos permitan "ser nosotros mismos". Pero suele suceder que, al mismo tiempo, pensamos que si nos mostramos "realmente" como somos, "amplificamos" el riesgo que nos puedan abandonar. (Algo muy parecido a la temática de la reciente serie "Beef" de Netflix.)
Y es que por más "abiertos" que digamos ser, son muy pocos quienes verdaderamente dan los espacios necesarios para que el otro pueda expresar su complejidad.
Todos les decimos a nuestros familiares, amigos y parejas que "nos pueden contar cualquier cosa", pero en la práctica sabemos (y ellos también) que sólo estamos dispuestos a escuchar ciertas cosas. (Las otras se dejan para la cita con el psicólogo.)
O sea, por no querer importunar o poner en peligro el placer de la compañía escogemos el silencio sobre ciertas cosas.
Pero las relaciones personales son, paradójicamente, precisamente una elección sobre qué incomodidad estamos dispuestos a enfrentar, nunca una promesa de una vida perfecta sin problemas.
Porque, como bien aprendimos con Afrodita o Lennon, las únicas personas perfectas son aquellas que no conocemos muy bien.
O sea, no necesitamos personas perfectas para tener relaciones sanas.
Lo que necesitamos es un compromiso mutuo para cuidar ese "placer de la compañía", para mantener un ambiente de "aceptación del otro en la convivencia", como diría Maturana.
Todas las relaciones humanas involucran vulnerabilidad y miedo, especialmente las románticas. Lo que debemos buscar son, pues, compañeros que tengan la humildad y empatía necesarias para construir algo que trascienda las imperfecciones mutuas.
Cuando creemos que todo lo que necesitamos es amor —ese amor intenso pero vago, como Afrodita o Lennon—, es más probable que ignoremos otros valores fundamentales de las relaciones verdaderamente sanas, como el respeto, la humildad y el compromiso.
O sea, podemos estar de acuerdo con Maturana en que el amor sí es el fundamento de lo humano.
Pero para tener relaciones humanas se necesita mucho más que amor.
Que visión del amor tan real. Justo lo que necesitamos, separar el grano de la paja entre la versión idílica que nos lleva a la perpetua frustración y la aceptación de lo que es en realidad este sentimiento tan poderoso.
Gracias Daniel