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Todo amor nos sumerge en dos temores oscilantes.
Por un lado, el miedo a ser engullidos, asfixiados, controlados, manipulados, dominados y despojados de autonomía e independencia. Por otro, el miedo a ser abandonados, dejados solos, sin cuidado, compasión o consuelo.
Mientras el primero invita al aislamiento y el hermetismo, el segundo se manifiesta en la búsqueda constante de atención, validación y seguridad.
Lo que se busca es un sano equilibrio, pero como tantos aspectos de la vida adulta, las expectativas sobre las relaciones también tienden a ser generadas, en parte, por nuestras experiencias de infancia. En un escenario ideal, el padre o la madre es capaz de formar al hijo con la confianza de que puede ser cuidado sin ser asfixiado y amado sin ser relegado, al mismo tiempo. Pero la mayoría pasamos por crianzas que nos inclinan a uno u otro miedo. Tal vez tenemos padres violentos, despreocupados, ausentes o negligentes (lo que hace temer o sufrir abandono); o madres abnegadas, inestables, sobreprotectoras o manipuladoras (lo que hace temer o experimentar asfixia); o cualquiera de sus combinaciones.
Lo interesante es que ambos miedos (asfixia y abandono) se expresan, cuando somos adultos, del mismo modo: en la búsqueda permanente de (más) espacio. Alejamos a las personas que podrían haber tenido un interés genuino por nosotros, o interpretamos todo acto de ternura como un presagio de manipulación. O nos retraemos y aislamos frente a quienes se comprometen con nosotros, o nos volvemos celosos y exigimos dedicación exclusiva. Y en todos los casos, aunque los miedos aparentes sean diferentes, nuestra respuesta (y petición al otro) es la misma: más espacio, más autonomía, más comprensión.
No reflexionamos, sin embargo, sobre nuestra posición en el dilema engullimiento-abandono, sobre dónde nos sentimos más representados en el espectro de la absorción (miedo a la asfixia) y la deserción (miedo al abandono); y por tal insatisfacción, desconocimiento, falta de introspección y verbalización, hay quienes optan, de un modo u otro, por rechazar la posibilidad de felicidad en una relación. No la rechazan abiertamente, por supuesto, sino camuflada, nuevamente, en otros miedos.
Algunos la rechazan porque, tal vez, alguna vez fueron ingenuos o soberbios o ciegos y alguien terminó una relación abruptamente, sin razón aparente, ocasionando un impacto que perdura hasta hoy. Y como recibieron el golpe de sorpresa, sin anticipo, no saben lo que realmente es la seguridad, y por lo tanto sienten que deben estar permanentemente preparados para el siguiente ataque, siempre alerta ante cualquier sospecha. No es forma de estar en una relación, por cierto, siempre a la defensiva. Es un rechazo a la felicidad.
Otros rechazan la felicidad de una relación porque piensan que una precondición para disfrutar del mundo es sentir que deben merecerlo. Y como no se sienten dignos, entonces la felicidad se siente ajena, inmerecida, distante. Como consecuencia, y tal vez sin reconocer ni hacerse cargo de este verdadero autosabotaje, rechazan activamente a quien se acerca amablemente, o inyectan drama y caos en cualquier ámbito de una relación en curso. Estas son acciones extremas, sin duda, pero que tienen un único objetivo: asegurarse de no recibir oportunidades donde no se sienten suficientes, dignos o merecedores. Nuevamente, un rechazo a la felicidad.
Por último, un tercer grupo rechaza la felicidad en las relaciones desde el comienzo sólo por miedo a arrepentirse de lo que han creído. Tal vez llevan años quejándose de que no hay nada para ellos, declarando que la felicidad es superficial, efímera o derechamente estúpida, y que la mejor solución para ellos, y más fácil, es decir que son demasiado profundos, racionales, intelectuales o melancólicos, en lugar de asumir su creencia como limitante. En estas personas no hay espacio para pensar, hacerse cargo y mirar, tal vez con remordimiento y angustia, que han sido ellos, todo el tiempo, los responsables de inventar excusas y crear obstáculos. Aquí reside un miedo inmenso a reconocer la equivocación, a haber juzgado erróneamente. Y con eso hay, nuevamente, un rechazo a la felicidad.
Y así nos pasamos la vida, entre miedos. Sin comprometerse —o tal vez demasiado, prematuramente— por temor a ser absorbidos o por terror a ser abandonados y desatendidos. Y sin las herramientas para asimilar y verbalizar esto y compartirlo con otros, en un miedo total a la exposición y a la vulnerabilidad espontánea, optamos por otros mecanismos de defensa que, en el camino, nos hacen rechazar sutilmente toda posibilidad de felicidad en una relación, un rechazo implícito a la posibilidad de una conexión.
Y así, en todo lo complejo y complicado que pueden ser las relaciones humanas, los miedos al engullimiento y al abandono nos mantienen en un perpetuo estado de alerta, siempre buscando (o pidiendo) más espacio, mayor autonomía. Pero, tal vez, lo que necesitamos no sea más espacio, validación o más comprensión del otro, sino asumir nuestra responsabilidad y tener la capacidad de aceptar, explorar y expresar aquellos ámbitos donde nos sentimos más vulnerables y frágiles.