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Cuenta la leyenda que ante el desmesurado crecimiento y brutalidad del Minotauro —ese monstruo mitad hombre y mitad toro—, el ingenioso Dédalo construyó en la isla de Creta un gigantesco y complejo laberinto del que sólo uno de los innumerables caminos conducía al centro.
Allí fue abandonado el Minotauro.
Como la bestia consumía exclusivamente carne humana, se garantizaba un suministro continuo de personas a través de ofrendas y sacrificios dirigidos al rey de la isla, Minos, quien a su vez se comprometía a mantener al monstruo recluido.
Pero cansado de esta carga absurda, cuando le tocó el turno a Atenas de enviar su correspondiente tributo, el joven Teseo se ofreció voluntariamente a viajar a la isla con objeto de tener una oportunidad de enfrentarse y matar al monstruo de una vez por todas.
No era el primero, ciertamente, pero todos quienes se habían atrevido antes habían muerto, pues era imposible transitar por el laberinto sin perderse.
Cuando Teseo llegó a la isla, la hija del rey, Ariadna, se enamoró perdidamente de él y se ofreció a ayudarlo. Fue entonces que la princesa le entregó un potente hilo con el cual Teseo pudiera amarrar uno de sus pies y desenredarlo en su recorrido por el complejo laberinto.
El joven logró así encontrar la salida luego de matar a la bestia.
Después de la hazaña, Teseo y Ariadna se embarcaron en un viaje de regreso a Atenas.
Sin embargo, en el camino, Teseo abandonó a Ariadna en una isla desierta, Naxos...
Si bien Ariadna rehizo su vida con Dionisio, quien de hecho la rescata de la isla, la princesa, humillada, nunca superó aquel desprecio de Teseo. El abandono la dejó con desconfianza para siempre, y se volvió retraída y melancólica.
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Otra historia cuenta que en la mítica isla de la Cólquida se encontraba un objeto sagrado: el vellocino de oro, una piel de carnero dorada que tenía propiedades mágicas.
Cuando el joven Jasón quiso reclamar a su padre el trono de Yolco se le encomendó recuperar dicho manto.
Entonces Jasón emprendió el viaje a la Cólquida en su barco, Argo, junto a sus tripulantes, los argonautas. Al llegar a la isla, el rey Eetes prometió que entregaría el vellocino de oro sólo si se superaban unas pruebas imposibles, como arar un campo con dos toros monstruosos que lanzaban fuego y matar a una gigantesca serpiente que custodiaba el manto dorado.
Desafíos que nadie podía cumplir.
Pero cuando Jasón llegó a la isla conoció a Medea, hija del rey, quien se enamoró de él y se ofreció a ayudarlo. Fue así como la princesa proporcionó pociones y ungüentos mágicos que hicieron a Jasón inmune al fuego y poseedor de una fuerza sobrenatural, pudiendo superar con éxito los retos impuestos por el rey Eetes y llevándose el vellocino de oro con él.
Una vez lograda la hazaña, Jasón y Medea emprendieron la fuga, contrajeron matrimonio tiempo después y tuvieron dos hijos.
Pero pasados diez años, Jasón abandonó a Medea para poder casarse con la princesa Creúsa, hija del rey Creonte.
Al enterarse Medea, presa de la furia y los celos, no sólo mató a la princesa sino también asesinó a sus propios hijos…
O sea, el abandono de Jasón desató el total despecho de Medea, quien se convirtió desde ese momento en una figura vengativa y amargada.
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Como nota al margen, es interesante descubrir que en los mitos de Ariadna y Medea son ellas las que dieron la heroicidad a los hombres. Son ellas las que a través de sus actos (instrucciones, herramientas, ungüentos) convirtieron en héroes a sus futuros maridos.
Sin ellas, Teseo y Jasón no habrían podido concretar sus destinos.
Igualmente, ambas fueron abandonadas.
Una sufrió por el desprecio, la otra de despecho.
Pero ciertamente los efectos del abandono no se manifiestan únicamente en las rupturas amorosas.
También existen ausencias y rechazos durante la niñez que impactan en la etapa adulta.
Un mito que suele pasarse por alto es el de Narciso, quien, como veremos, está lejos de ser el egocéntrico y megalómano descrito por Sigmund Freud, quien usara su historia para caracterizar el rasgo patológico de quien profesa una fijación enfermiza por sí mismo.
La vida de Narciso, en contraste, es más desgraciada de lo que se cree.
La tragedia comienza ya desde su concepción, pues Narciso es fruto de una violación que el dios fluvial Cefiso comete contra la ninfa Liríope.
La madre, preocupada por el futuro de su hijo, decide consultar al vidente Tiresias (el mismo que advirtió a Edipo de no indagar sobre la verdad de su origen), quien le dice que el niño vivirá una vida larga y feliz “siempre y cuando nunca se conozca a sí mismo.”
Entonces la madre mantiene recluido a Narciso, alejado e incomunicado, pues teme que alguien propicie su autodescubrimiento.
Así, criado en soledad por decisión de su madre, Narciso no recibe afecto.
¿Cómo se desarrolla un niño en estas circunstancias? Avergonzado, sintiéndose indigno, sucio, culpable.
Pues ese niño no se preguntará: “¿Qué le pasa a mi madre que me mantiene aislado?” Simplemente dirá, con pesar: “¿Qué error he cometido yo?”
Asumirá la culpa de su desdicha en lugar de reprochársela a otros.
Por eso, como escribe la filósofa argentina Florencia Abadi:
“En las antípodas de lo que suele afirmarse, el elemento esencial del narcisismo es el autodesprecio.”
En el Narciso-niño surge un miedo primitivo al abandono, al desamparo, a estar solo.
“El narcisista sólo conoce el dolor del rechazo”, escribe Abadi.
En su adultez, en el trágico accidente que termina con su vida, Narciso:
“Cree que asimilándose a esa imagen (que ve) podrá tapar su ser que lo avergüenza: solo así conseguirá que no se note quién es. "Que no se note que no valgo", piensa.”
Según Florencia Abadi, el desamparo y la soledad que sufre Narciso en su infancia explica porqué luego, a lo largo de su vida, es incapaz de amar y rechaza a las muchachas que conoce: Narciso intuye que al entregarse existe una alta probabilidad de que lo abandonen.
“Contrariamente a lo que suele afirmarse, Narciso no se ama a sí mismo. Se enamora de su imagen, y se suicida en el intento de abrazarla. Le entrega así nada menos que su vida. Narciso es, en el fondo, una figura sacrificial: sacrifica su vida por su imagen. El narcisista está lejos de ser un egoísta: el narcisista se posterga a sí mismo para ser amado por el otro.”
La tesis de Abadi es que Narciso no es egoísta pues en realidad no se quiere a sí mismo. Por el contrario, anhela el contacto con otro.
Narciso es víctima del desamparo, pues volviendo al mito, no se enamora de él mismo sino de la imagen que ve reflejada.
Los mitos de Ariadna, Medea y Narciso nos muestran la crudeza de las huellas que puede provocar el abandono:
la humillación que sufre Ariadna tras el desprecio de Teseo y que mina permanentemente su autoestima;
la amargura y sed de venganza en la que cae Medea, cegada por los celos y la ira;
la desconfianza hacia los demás que desarrolla Narciso, privado de afecto desde niño.
Distintas reacciones para un origen común: falta de afecto y contención.
Estos relatos nos enseñan lo fundamental que es para cualquier mortal, héroe o dios, crecer y desarrollarse en un clima de apoyo, comprensión y cuidado.
Lejos de ser sólo mitos, los sentimientos de Ariadna, Medea y Narciso conectan con experiencias de muchas personas hoy en día, quienes son víctimas de rupturas, pérdidas y maltratos, todos experimentando el mismo dolor del abandono.
Seamos conscientes de esto en nuestra relación con los demás.