
Nos gusta pensar la vida como una colección de lo mejor. Pensar que cada momento tiene potencial, que hay algo valioso escondido en todas partes.
Pensamos que si sólo nos detuviéramos a aprovechar el día, podríamos crear y aferrarnos a algo memorable, digno de destacar y recordar (y compartir).
Pero la verdad es que gran parte de la vida pasa y se olvida al instante, casi mientras sucede. Es probable que incluso el día de hoy se te escape entre los dedos y se disuelva en el olvido.
Otro día. Otra semana.
Y es que la vida se compone de largos períodos sin nada que destacar, períodos que solemos (querer) saltarnos para llegar a las partes interesantes: los viajes, las citas, las anécdotas, donde lo doloroso también es material para el recuerdo.
Nos empeñamos en que esos momentos valgan la pena, que signifiquen algo.
Según el filósofo Thomas Nagel, los seres humanos nos enfrentamos a un dilema. Por un lado, tomamos nuestras vidas muy en serio, diseñando y planificando, pero por otro, somos capaces de ver esa seriedad como algo ridículo y sin importancia.
Pero aunque sepamos que las cosas no tienen mucho sentido si las miramos en perspectiva, eso no cambia el hecho que para nosotros sean significativas.
Por eso ansiamos que nos sucedan cosas especiales, hechos dignos de recordar. Cualquier cosa. Porque cuando se hacen frecuentes los días sin sorpresas, sin momentos únicos, comenzamos a cuestionarnos la vida que estamos llevando. Nos preguntamos si acaso la estamos desperdiciando, precisamente porque pensamos que una buena vida es una colección de momentos significativos que hacen que valga la pena.
Olvidamos que, aunque tengamos esos días intensos y acontecidos, el resto de la vida —la de momentos aburridos e intrascendentes— sigue sucediendo en segundo plano.
Pero una vida fome, monótona y ordinaria, también puede ser deseable.
Así nos enseña Hirayama, el protagonista de la película "Perfect Days" (Mubi).
Hirayama se despierta cada mañana, sin alarma, y repite lo mismo. Hace su cama, recorta su bigote, se afeita, riega sus plantas, y toma una lata de café de un dispensador justo afuera de su departamento. Luego, en un pequeño furgón azul se dirige a su trabajo como limpiador de baños en Tokio. A la hora de colación se sienta solo en un parque con una cajita de leche y un sándwich, y toma una foto de los árboles y el cielo (pues es un aficionado al komorebi, 木漏れ日).
Los fines de semana, Hirayama compra libros usados por un dólar para leerlos en las noches antes de dormir. En la película lo vemos leer "Las palmeras salvajes" de William Faulkner, y lo vemos comprar "Árbol" de Aya Kōda, escritora japonesa que a juicio de la vendedora merece mayor reconocimiento.
Los días de Hirayama se componen, pues, de muchos momentos simples, anodinos e insípidos. Pero al mismo tiempo se lo ve feliz gran parte de la película, quizás debido precisamente al carácter monótono y rutinario de su vida.
Después de todo, como escribió William James:
“No hay ser humano más miserable que aquel en quien nada es habitual sino la indecisión, y para quien el encendido de cada cigarro, el beber de cada taza, la hora de levantarse y acostarse cada día, y el comienzo de cada trabajo, son temas de deliberación volitiva expresa.”
Pero hay un compromiso tácito ante una vida fome: si aceptamos que podemos ser felices en los pequeños actos, en las rutinas diarias, entonces debemos asumir que nuestra vida podría no ser particularmente memorable.
Por ejemplo, cuando no tengo mucho trabajo, mi día repetible y feliz es una secuencia de trabajo matutino en casa, almuerzo en algún restorán sencillo, cine por la tarde si es posible, seguido de un buen rato en una cafetería, leyendo o escribiendo. Si prefiero no salir, entonces practicar batería, leer o ver algo en una plataforma de streaming.
Creo que podría hacer una versión de esto todos los días y me costaría aburrirme.
Sin embargo, si efectivamente hiciera eso durante todo un año, no recordaría mucho. Cada día sería una amalgama amorfa e indistinta, sin puntos de quiebre. Mi año sería plano.
¿Tendría días felices? Por cierto. ¿Sería un año feliz? Claro que sí.
Pero no sería memorable.
Y es que aunque una vida fome pueda ser una vida feliz, aflora algo de tristeza o melancolía en aceptar tanta monotonía. Nos convencemos que la vida debe tener momentos especiales que recordar.
Entonces el dilema persiste: ¿es realmente necesario perseguir momentos significativos si una existencia sencilla y predecible puede hacerte feliz? Y por otro lado, ¿es sensato enfocar toda tu energía en planificar y atesorar esos instantes memorables, pero descuidando la mayor parte de tu vida, aquella que transcurre en la rutina diaria?
Ciertamente no es lo uno ni lo otro.
Para Nagel, el problema no radica en esta dicotomía insalvable sino en nuestra obsesión por buscar significado a nuestras acciones, en querer sentir que lo que hacemos tiene propósito e importa. Pero, paradójicamente, sabemos que la única forma en que podemos obtener significado es cuando dejamos de hacer tantas preguntas. Nagel plantea que “no necesitamos razones después de cierto punto”.
No necesitamos una explicación de por qué queremos descansar, por qué dedicamos tiempo a nuestros hobbies, o por qué queremos conocer un lugar o pasar tiempo con alguien.
La mayoría de las veces las cosas no necesitan justificaciones inteligentes. Simplemente son lo que son.
Entonces, tal vez, el significado de lo que hacemos no debiera ser buscado sino asignado. Después de todo, ya tenemos (hoy) intereses que nos despiertan curiosidad, ya amamos y nos preocupamos de ciertas personas, ya tenemos hábitos y dinámicas que apreciamos.
¿Qué pasaría si asignamos valor a cada una de estas cosas que ya tenemos de manera que no tengamos que seguir buscando?
Quizás sólo basta comprometerse y no vivir de mala fe.
Al menos eso creo que hace Hirayama en la película. Toma su vida tal cual es, con sus limitaciones y sus rutinas, y la hace suya. La hace deseable para él. No dice "me encanta trabajar limpiando baños públicos", dice "este es mi trabajo".
Resignación, podrás pensar. Puede ser, pero al final un momento o un día es significativo dependiendo de nuestras expectativas.
Los japoneses, por ejemplo, tienen un concepto, ichi-go ichi-e (一期一会), cuyo origen son las ceremonias de té. Se traduce como "una vez, un encuentro". Quiere decir que aunque estemos en los mismos lugares con las mismas personas en más de una ocasión, cada vez es única. Sólo tenemos que estar atentos a las particularidades de cada encuentro.
Esto mismo aplica a las cosas aparentemente predecibles de nuestras vidas.
Un paseo por el mismo barrio, una comida que has preparado muchas veces, un encuentro con el mismo amigo en el bar de siempre. Todas podrían parecer fomes o aburridas, pero si asignamos valor a las rutinas que deseamos tener en nuestras vidas, será una decisión activa para hacernos cargo del Absurdo.
Así, asignando valor a lo cotidiano e insulso, estamos tomando una decisión consciente de encontrar significado todos los días, en lugar de buscarlo en eventos extraordinarios y memorables, ya sea en la forma de recuerdos o planes futuros.
Entonces deberíamos exclamar: ¡Oleka!, neologismo que significa «la conciencia de los pocos días que son memorables».
Un brindis, pues, por Hirayama y sus días repetidos, fomes y eternos.
¡Oleka!
Curiosa y grata coincidencia. Al empezar a leer las primeras frases me vino a la cabeza William James y su explicación de porqué el tiempo pasa más rápido conforme envejecemos: "Porqué tenemos menos recuerdos de momentos diferentes, porqué no hay "cortes" significativos en nuestra rutina y no hay acontecimientos "especiales" que marquen "tajos" diferenciales".
Al ver esa película, la de Perfect Days, yo me vi reflejado en el protagonista. Al acabar de ver la película, esta reafirmo mi forma de concebir la vida que podría resumirse en: "Ya está todo hecho, hemos triunfado. No hay que hacer nada más". El otro día te comentaba que me marco la lectura de Houellebcq, y precisamente fue porqué vi en esos personajes de vidas anodinas, los cuales sufren en sus obras, una vida que yo desearía vivir y en la que auguraba posible goce.
Mucha gente no es capaz de darse cuenta de lo siguiente, que más o menos tocabas (y yo comente) en tu artículo sobre los valores. Las finalidades que asumimos son cambiantes e insignificantes, pero no así la función que cumplen. Tendemos a substituir una finalidad cuando nos hartamos del día a día y la substituimos por otra, pero caemos en el error de absolutizar esa nueva finalidad, en vez de entender que su valor radica en la función que ejerce. Entender esto abre mil puertas de satisfacción, y nos muestra que podemos cambiar conforme la situación lo requiera, a la vez que nos muestra lo absurdo de cambiar por cambiar, pues si nuestra vida es grata y hace bien, ya está todo hecho. El sufrimiento viene por dejar de gozarla, por absolutizar e hipostasiar pensamientos respecto a su valor en vez de atender a las sensaciones y las acciones concretas. El sufrimiento viene por creer que ese discurso es "real" y "verídico", en vez de entender que es un efecto de determinadas causas. En vez de perseguir lo qué deseamos, hay que desear lo qué tenemos, y entender que el deseo sólo tiene valor por el placer de su consecución o de su persecución. En efecto, como dice Nagel: "la vida es un juego, y tomarla seriamente un error". O como diría Santayana: "es grato ser un accidente de un accidente".
La resignación no es lo mismo que la aceptación, puesto que la primera incluye sufrimiento y un deseo no realizado, y la segunda implica gratitud y goce.
En el fondo, esto no es más que una consecuencia del nihilismo (al cual se demoniza sin entenderlo, confundiéndolo con pesimistas existencialistas para nada nihilistas, pues creen absoluto el valor gratuito de que la vida es mejor no vivirla). El nihilismo es consecuencia del materialismo y de una comprensión del determinismo, que entiende que la única ética lícita es el hedonismo (otro concepto que se malentiende muy a menudo al que se ataca con hombres de paja).
Saludos, Daniel. Un gusto leerte.