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En el complejo entramado de la vida moderna el sufrimiento ocupa un lugar paradójico.
Cual epicúreos, algunos se esfuerzan por evitar el dolor a toda costa, erradicando cualquier fuente de incomodidad en sus vidas para alcanzar (o aspirar a) cierta felicidad. Se afanan en proteger a sus hijos de todo conflicto, a estudiantes de ideas incómodas, y al trabajador de cualquier crítica.
En esta sociedad de la conveniencia se minimiza cualquier incomodidad o esfuerzo, desde cosas triviales como el envío de comida a tu puerta, hasta aquellos desafíos emocionales que se tratan inmediatamente con el terapeuta. Una ruptura amorosa, la pérdida de un empleo, incluso el duelo por la partida de un ser querido, se abordan como males que requieren intervención inmediata porque, ante el dolor, tolerancia cero.
Olvidan que la gratificación instantánea también se proyecta de esa forma: ausencia de dolor ahora ya. Pero quien rehuye de la incomodidad patologiza lo normal.
Y mientras una parte de la sociedad se afana por evitar el sufrimiento, otra parte lo glorifica como un requisito necesario para triunfar.
Todo el tiempo nos llegan historias de personas que han logrado mucho pero (sólo) porque han enfrentado y superado grandes dificultades. Lo vemos especialmente estos días de Juegos Olímpicos: historias de atletas que han debido superar graves lesiones, dramas familiares y/o penurias económicas para estar hoy en el podio. Del sacrificio al éxito.
Es cierto, sin duda, que esas cosas pasan y que las vidas difíciles abundan, pero no hemos sopesado lo suficiente cómo esas narrativas generan la percepción de que el sufrimiento es casi un prerrequisito para alcanzar el éxito.
Por eso en la cultura empresarial, por ejemplo, se ensalza a los emprendedores que trabajan sin descanso, sacrificando su bienestar personal en aras del éxito. Porque mostrarse constantemente ocupado y trabajando duro implica una glorificación del sacrificio y el desgaste como signos de compromiso y dedicación.
No por nada el pasado 7 de marzo, en un discurso de bienvenida a estudiantes de la Universidad de Stanford, el multimillonario CEO de Nvidia, Jensen Huang, compartía con los jóvenes alumnos que “en nuestra empresa usamos la frase 'dolor y sufrimiento' con mucha alegría (...) porque así es como se entrena y refina el carácter”.
“El carácter (de la empresa) no se forma a partir de personas inteligentes”, les dijo Huang. “Se forma a partir de personas que han sufrido”. Para luego rematar con: “No sé cómo decirlo, pero para todos vosotros, estudiantes de Stanford, os deseo amplias dosis de dolor y sufrimiento”.
Este es el denominado porno del sufrimiento.
Porque del porno, con su coreografía perfecta de cuerpos idealizados, se dice que crea una visión distorsionada de la intimidad, que construye expectativas irreales y que su exposición constante desensibiliza. Que lo que antes excita después apenas genera una reacción.
¿Pero no ocurre lo mismo con el consumo del sufrimiento?
Porque la exposición constante al dolor de otros también desensibiliza y normaliza situaciones que no debieran serlo (volviendo a los ejemplos del deporte y el emprendimiento, por citar ámbitos menos trágicos que otros), generando una falsa expectativa de que para triunfar hay que sufrir primero.
Evidentemente, la realidad es mucho más compleja.
La mayoría de las personas que sufre no alcanza el éxito (lo que sea que signifique para ellas). Quien trabaja todos los días muchas horas no se hace rico, ni todo deportista que logra recaudar fondos para asistir a sus competencias resulta vencedor.
Y así como quienes glorifican el sufrimiento, quienes lo evitan tampoco resultan inmunes a su efecto. Niños sobreprotegidos, trabajadores sin autocrítica, parejas sin conversaciones profundas, o quienes optan compulsivamente por la psicoterapia inmediata. Ninguno de ellos logra el objetivo de perpetuar un falso estado de bienestar, pues se arman de herramientas no para enfrentar incomodidades sino para evitarlas.
Por eso creo que la paradoja del sufrimiento en nuestra sociedad es evidente: vivimos en una cultura epicúrea donde algunos quieren evitar el dolor a toda costa, pero al mismo tiempo, hay quienes lo glorifican e interpretan como un requisito para salir adelante, reforzando la idea de que el sufrimiento ennoblece.
La desensibilización ante el dolor logra, incluso, que a veces las personas exitosas pero sin historias de sufrimiento sean vistas (o se vean a sí mismas) como menos meritorias o, lo que creo más preocupante, que protagonistas de vidas duras y adversas (para qué decir aquellas con experiencias traumáticas) se sientan atrapadas en un ciclo permanente de victimización, creyendo que su dolor es lo único que les da valor.
Para mí el porno del sufrimiento es esta relación tóxica con el dolor, donde algunos lo consumen demasiado (y lo celebran) y otros lo rechazan (y lo invisibilizan).
La reflexión de cierre es casi obvia: debemos aprender que el dolor es una parte inevitable de la vida, que no debe ser ni evitado ni romantizado. Que es normal sentirse mal si terminas una relación, o destrozado si pierdes a un ser querido. Pero, del mismo modo, entender que la realidad del deportista que debe suplicar por apoyo para competir NO ESTÁ BIEN, así como tampoco la vida del emprendedor que sin trabajar todo el tiempo y descuidando su salud mental llega a sentir que NO MERECE triunfar.
Se dice que el consumidor de pornografía desarrolla expectativas poco realistas sobre los cuerpos o el desempeño sexual. Del mismo modo, yo pienso que el consumidor de “historias de superación extrema” llega a creer que sólo a través del sufrimiento intenso se logra algo significativo.
Por eso repito algo que compartí en "La solución individual": si bien debiéramos encontrar un equilibrio entre evitar el sufrimiento y reconocer su valor como parte del crecimiento personal –la respuesta no la tengo yo–, también deberíamos cuestionar el orden (neoliberal) que genera muchas de las dificultades y dolores de las personas. Preguntarnos porqué vivimos en una sociedad donde la norma es tener que trabajar muchas horas, en empleos precarios, con pocas horas de sueño, nulo tiempo de ocio, con discriminación de género, desigualdad, estrés crónico, etc. En definitiva, preguntarnos quiénes se benefician de la promoción de las narrativas de sufrimiento. En el ámbito laboral, por ejemplo, como ejemplifiqué con el discurso del CEO de Nvidia, parece evidente que la glorificación del sufrimiento sirve de excusa para justificar culturas de trabajo abusivas.
Mi invitación es que así como el asiduo consumidor de porno espera encuentros sexuales dignos de una medalla olímpica, no romanticemos las transformaciones dramáticas nacidas del dolor.
Hay mucho de Nietzsche, el llamado padre de la postmodernidad, en tu reflexión. Ya no es la cultura penitente de ese cristianismo obsesionado con el dolor, como con el sexo, hasta casi procurarlo para sentirse salvado. Pero sigue latiendo en nosotros el impulso freudiano de Tanatos. Aunque lo de culpar al orden neoliberal me parece algo genérico, coincido en el fondo.
Por otro lado, de los sobreprotegidos y sobreprotectores no creo que tengan la culpa los pobres epicúreos, cuya posición ética dista mucho del infantilismo del “último hombre” con el que Nietzsche también los/nos caracterizaría. Niños de cuna blanda y piel muy fina.
Como casi siempre, la virtud aristotélica se hallará en un término medio prudente, que al no ser extremo, no resulta sexy ni trending defenderlo.
Sos malvado, ¿Por qué querés quitarnos las cosas con las que alimentamos nuestros egos? ¿Qué hariamos entonces, vivir y ya? Qué aburrido